jueves, 31 de agosto de 2017

La mañana en que me topé con un ángel

No había reparado en la fecha hasta que vi los resultados por la noche. Había vivido el tratamiento como si la cosa no fuera demasiado conmigo, total, lo que quisiera que fuera a ocurrir estaba fuera de mi control y desde el albor de los tiempos he sido una ceniza, pocas experiencias previas me hacían presentir un éxito. Entonces, ¿para qué preocuparme en exceso?



Y mira qué casualidad, aquella mañana me topé con un ángel. Saqué mi numerito de la máquina después de meter el DNI y me sorprendió la cantidad de gente que tenía por delante a pesar de haber llegado tan temprano. Agarré a J. de la mano y le confesé que estaba un poco nerviosa. Cada vez que sonaba el ruido sordo que indicaba un avance en la lista de pacientes a la espera, pegaba un brinco en el asiento. Por fin, mi turno. Entré sola a la zona de extracciones.

-  ¿Vienes a hacerte una beta, verdad? – me preguntó la enfermera después de confirmar mi nombre y apellidos.

Me derrumbé. Todo lo que no me había derrumbado en los casi dos meses anteriores mientras me tomaba pastillas al principio y me pinchaba cada día, a las once en punto de la noche, después. No articulaba palabra. Fue escuchar “beta” en boca de otra persona y romper a llorar, sin explicación aparente, sin saber qué coño hacer en medio de esa fila fría de personas abriendo y cerrando las manos mientras se llenaban, con disciplina, los botecitos de sangre.

-   Sí- acerté a decir. Y no podía parar de llorar, discretamente, sin escándalos, haciendo lo posible por retener la presión acumulada desde la primera noche en que las inyecciones empezaron a picar en serio y ver a J. preparando la medicación ya no me hacía tanta gracia – Perdóname, de verdad, es que tengo hoy tengo muy mal día.

-    Pero, ¿por esto? – dijo señalando la pantalla del ordenador donde se leía el tipo de análisis que había que hacer y la mesa con el instrumental preparado.

-    Sí, por esto- solté un poco de aire y me froté los ojos- Es que no es nada fácil.

Aunque me lo había parecido, joder, me había parecido relativamente fácil. Había sido capaz de pincharme sola, sin ayuda, sin casi quejarme, excepto una vez, solo una, que iba pasillo arriba y pasillo abajo refunfuñando con los puños apretados porque ya me sentía bastante hinchada y sensible y hasta las pelotas y no me veía con fuerzas de empezar con la otra medicación y meterme dos inyecciones para el cuerpo a diario. Apenas tuve efectos secundarios en la estimulación, no me los quise permitir. Estuve tranquila en la punción, a pesar de ser la primera anestesia general de mi vida y de despertarme muy angustiada cuando me cambiaron de camilla, aún en el pequeño quirófano, antes de tiempo y pensando que había un terremoto y que yo no podía salir del hospital porque estaba anestesiada y me iba a morir allí. El propofol del que todo el mundo habla maravillas y yo con el corazón a mil y un nudo enredado en la boca del estómago. Ese fue el único día de bajón, la punción, cuando nos confirmaron que solo habían extraído seis a pesar de que el médico veía buena evolución y apenas tres días antes había contado unos catorce folículos de buen tamaño. Parece ser que casi todos estaban vacíos, nunca lo supe a ciencia cierta, los informes estaban incompletos y no se prodigaron demasiado en explicaciones. Tampoco me quejé mucho de los dolores posteriores ni me decepcioné profundamente cuando a la mañana siguiente, en la oficina, entré un momentito a ver el informe y supe que de los seis, solo cuatro eran maduros, y de los cuatro, solo dos habían fecundado y nos los jugábamos todo a una carta.

Lo demás había ido rodado. Nos reímos juntos en la transferencia cuando nos tocó cambiarnos y ponernos los gorros, las batas, las pantuflas, esas verde hospital. Nos volvimos a reír cuando el médico nos confirmó que íbamos adelante con los dos, que uno era A, muy bonito, y otro B. Muy bonito, dijo. Y ya no sabíamos cuánto más reír cuando se asomó por el ventanuco el tipo del laboratorio mientras yo estaba en el potro despatarrada y me llamó por mi nombre, para corroborar que no había ningún error. Qué surrealismo todo. En menos de dos minutos estaba hecho, la punta de la cánula brillando en el ecógrafo, mucha suerte, y media hora escasa de reposo en la que comentamos lo genial que hubiera sido que esto nos hubiera ocurrido en una noche loca en Ibiza.

Aquel día volví a casa feliz como nunca. Le decía a J. que no importaba lo que pasara después, que yo estaba preñada al menos por 24h y era estupendo. Se oía música desde mi ventana, Decoracción en el barrio, yo perdí como manda la tradición el concurso de balcones. El resto de la espera la llevé con dignidad. Ni una lágrima, sin ansiedad exagerada, a veces el miedo de que, si no salía, habría que comenzar de cero porque no teníamos ni un congelado. Y entonces sí me pesaban los pinchazos de las once. En apenas una semana había perdido casi toda esperanza, no sentía nada especial, mi cuerpo inerte se comportaba igual que en un ciclo cualquiera. No quise hacerme ningún test de farmacia, anticipaba aterrorizada un nuevo blanco nuclear: aguantaría hasta el día oficial, a última hora para estar con J., cuando publicaran los resultados en la web del hospital, como quien mira la última nota del examen de la carrera.

La enfermera preparó los utensilios y me dio la mano, con suavidad, mientras en el otro brazo me introducía la aguja y la sangré comenzó a brotar. Inspiré fuerte, seguía llorando, y ella no soltó en ningún momento mi mano.

Cuando terminó, le puso la pegatina al bote. Me miró con muchísima ternura y se despidió:

-   Yo, hoy, te voy a dar suerte.


Y el día 23 de junio, por la noche, la noche de San Juan, mi primera beta dio positiva.