jueves, 23 de marzo de 2017

Y tú, ¿por qué reciclas?

Domingo por la mañana, sol radiante en el centro de la granciudad, hemos dejado atrás los dos primeros meses de 2017 y me he dado por revisar los propósitos del año. Desastre. Uno de ellos reza: "leer más ficción", lo que en principio es fácil porque básicamente mi vida apenas me da para leer en mis escasas vacaciones. Así que "más" podría traducirse en un miserable libro.

- Nenis, esto no puede seguir así. Lo del deporte dos días a la semana se te perdona, que eso es claramente específico y concreto, normal que te dé pereza. Ahora que lo de leer más ficción no tiene excusa, chata. Vete a la biblioteca y así de paso te das una vuelta por el Retiro, que siempre sienta bien - me recomienda con sabiduría mi conciencia. 

- Vaaaaaale - le contesta fastidiada mi inconsciencia.

- Y llévate el cartón cuando salgas, ya que estás - me recuerda el parejo. 

Ele, el cartón de los bolondongos. Las cajas de Amazon y de sufrutamadre, pesar, no pesan, pero y lo que odio ir haciendo equilibrios por la calle con las cajas de las narices. Que sí, que podría plegarlas en casa antes de salir, aunque no está el suelo defectuoso que nos dejaron los mamonazos de la obra como para andar pegando saltos sin control, que a mí el cartón me gusta destrozarlo a leches antes de meterlo en el contenedor de reciclaje, qué pasa, hay que descargar por algún lado. 

- Oye, y tú, ¿por qué reciclas?- oigo una voz a mis espaldas. 

Dejo de saltar sobre la caja sorprendida, me doy media vuelta y me encuentro a un individuo de extraño aspecto con un vaso de Starbucks en la mano. Hago como que el tema no va conmigo, doblo la caja con indiferencia y la introduzco en el hueco del contenedor. 

- ¿Eres de las que recicla por convicción o una de esas tipas que solamente hace el paripé y así lavas tu conciencia pensando que estás haciendo algo por detener el calentamiento global? - insiste con fuerte acento argentino mientras le da un sorbo largo a su café y me desafía con la mirada- Yo es que trabajo en el quiosco de aquí al lado, ¿sabes?

- Ajá- salto sobre la siguiente caja, con más mala leche que la anterior. 

- Entonces, ¿qué? - saca la mano que no sostiene el vaso del bolsillo de su cazadora vaquera y hace un gesto de impaciencia. 

Joder, cómo está el patio. Me agacho, recojo la caja que acabo de aplastar del suelo y sigo mi ritual con parsimonia. 

- Pues mira no, yo es que reciclo porque mi marido me obliga- le contesto. Hala, con un par. Me observa con incredulidad, parece que ya se va dando cuenta que estoy un poco pa' allá. Empiezo a saltar con furia sobre la última caja y me vengo muy arriba- Sí, sí, mi marido, ¿sabes? Que si por mí fuera, le iban a dar mucho por saco al reciclaje y al calentamiento global y a las pamplinas. A tomar viento, si por mí fuera, yo es que lo tiraba todo al mismo lado y punto, ni cartón, ni vidrio ni leches que te crió. Todo junto y a la mierda.

Tiro la última caja y me sacudo las manos. Me dirijo a él y levanto la barbilla en plan chulita antes de seguir calle abajo. 

- ¿Ves? - le oigo gritar a mis espaldas- Si por algo digo yo que se está mejor solo.

Chatungos, mi vida en la granciudad es puro surrealismo.



martes, 14 de marzo de 2017

Marejada

Alrededores del 11 de marzo de 2014. Bar Vacaciones, calle Espíritu Santo, Malasaña. Reunión de compañeros de máster, Raquel celebra los 32. Llegamos un poco antes de lo previsto, se nos ha dado bien aparcar. En la entrada nos encontramos con una pareja, damos por hecho que somos los primeros en aparecer y nos ponemos a hablar.

Mi memoria es auditiva, los hechos pasados se reproducen como si alguien me contara un cuento, con una sola excepción: la ropa, la mía, soy capaz de visualizar con nitidez qué prendas llevaba en un día concreto. Quizá sea ese el motivo por el que me cueste tanto hacer limpieza de armario. Sin embargo, ni un recuerdo de lo que llevaba puesto en aquel momento. En cambio, sí veo la camiseta blanca de rayas negras horizontales de ella, la barriga incipiente, el abrazo de él, y la esperada pregunta:

- Bueno, qué, ¿y vosotros para cuándo?

Parejo me mira y sonríe. Desde hace largo tiempo es un tema recurrente en nuestras conversaciones. En realidad siempre ha estado ahí, la maternidad en mi vida es el ruido de las olas en una ciudad costera. Psssss, pssss... una cadencia rítmica con la que convivo a diario, que me mece en sueños, a veces temporal, a veces marea baja. Las épocas de marejada se suceden con mayor frecuencia, rompen las olas enfurecidas en el muro que he ido construyendo a medida. 

- Nosotros, para mi cumpleaños - resuelve. Me coge la mano.

Abril, su cumpleaños. Fisura en el rompeolas, la presión se descarga al otro lado, son todo fugas. Me tiemblan las piernas.



Han pasado tres años. 

Uno: risas, esperanzas, planes, ilusiones. Vaivenes previstos, bendita inocencia. La misma mano que cogía la mía, ahora me acaricia con el dorso la mejilla, borra con delicadeza el rastro de un llanto silencioso.

- No estés triste- susurra. 

Dos: discusiones, incredulidad, miedo, incertidumbre. Un vendaval con ínfulas de huracanado. Nuestros cuerpos, desechos, abrazados en el sofá nuevo, dirimiendo quién se quedará con las gatas. Estoy triste, muy triste, todo el tiempo. 

- Me quedo- declara.

Tres: sosiego, silencios, espacio, penumbra. Empiezo a perder la cuenta de las ilusiones que me he dejado en el camino. Estoy cansada, irritable, me cuesta encontrar la perspectiva. La vida ha seguido su curso, soy yo la que he me detenido. Me siento pequeña, endeble, incapaz, terriblemente sola y perdida. No soy más sabia, solo tengo más canas; mi defectuosa genética se ha esforzado por ir completando lo que empezó a los tiernos veinticuatro. 

Ya no escucho el ruido de las olas en mi ciudad particular, es duro vivir en el interior cuando te has acostumbrado a la costa. 

Creo que he insonorizado el muro. 




lunes, 6 de marzo de 2017

La Boheme

Yo era carne de adosado, jardín con adelfas y tardes de verano impregnadas en olor a crema solar en la piscina, monovolumen con espacio para tres sillitas, sábados de 3x2 en Carrefour. Boda de blanco impoluto y cabeza coronada de azahar, luna de miel en isla paradisíaca, cuna arrimada a la cama de matrimonio, domingos de sobremesa en casa de la suegra. 

Ni en el mejor de los guiones alternativos me había imaginado yo que mi vida a los treinta iba a transcurrir en un barrio céntrico en la granciudad, ese espacio compuesto por apenas la decena de calles que transito habitualmente, amurallado como si de fosos se tratasen por las arterias que delimitan sus dominios: a un lado, casa; al otro lado, territorio comanche. Alcalá, Paseo del Prado, Atocha, Jacinto Benavente y Carretas. Vuelta a empezar. 




Bullicio y desorden de coches y viandantes que esconden en su interior calles estrechas e inusitadamente vacías en su mayoría, con la honrosa excepción de Huertas, esa sí, que aparece en todas las guías. Por lo demás, auténtica rutina de pueblo en plena urbe salpicada de momentos surrealistas de los que me hacen sonreír por dentro: el peluquero que finge como que recuerda mi nombre y me peina a ritmo de grandes divas del soul; el portero que siempre, siempre, está en la cafetería Cervantes en la terraza tomando algo, nunca me fijo el qué, haga frío o calor o caigan chuzos de punta; el hermano perezoso del churrero, todas las mañanas sin faltar ni una apostado en el lado de los pares fumando tranquilo un cigarrito mientras su hermano suda la gota gorda; el óptico que me sonríe y me pregunta cómo estoy de verdad, esperando respuesta, y que yo sé que me lee en la sombra; la señora de la cristalería Venegas, que me agarra el brazo mientras me habla como si fuera una vieja conocida y me aconseja qué marco ponerle al cuadro del ganso que me regaló el parejo, y yo que no le hago ni caso y voy por libre, y después me cuentan el cachondeo que han tenido en el taller porque "no te vamos a engañar, es que vaya marco más raro has elegido, demasiada enjundia para un ganso a fin de cuentas, aunque al final tenemos que admitir que ha quedado precioso"; el camarero de El Alambique que nada más vernos entrar recita de carrerilla eso de dos somontanos, berenjenas con salmorejo y pollo al curry, a ver si queda sitio al fondo de la barra que sé que os gusta.



Quién me iba a decir que encontraría el sosiego en el barrio, Cortes, de las Letras, de las Musas, La Boheme, la boheme... paisaje urbano que me era tan ajeno y hostil, tan lejos de la calma chicha de las urbanizaciones cerradas con columpios para niños y dos plazas de garaje por vivienda. 





A veces siento nostalgia de lo que pudo ser y no fue y echo de menos el aroma de las adelfas y sobre todo, la cuna arrimada. Se me pasa pronto. Y es que las malas épocas en la granciudad, lo son menos.

Gracias, Madrid, barrio, mi barrio, por todo lo que me has dado. No tengo vidas para devolvértelo.