Las cifras redondas es lo que tienen: mi mente matemática se pone a divagar solita, y a la que me descuido, ya ha hecho un análisis exhaustivo de los sueños de juventud, su nivel de cumplimiento, los ahorros de mi cuenta bancaria y el número de churumbeles que corretean por el hogar. Tampoco es que tarde mucho la muy cabrita en darme los resultados, porque los tres últimos parámetros tienden a cero.
Yo es que en la juventud era muy soñadora, y quería vivir en varios países extranjeros y ganar mucha pasta dominando el mundo, mientras disfrutaba de las actividades culturetas de todas esas grandes ciudades en las que iba a fijar mi residencia, me casaba en una boda modernita con mucho gusto y alcanzaba la treintena rodeada de hermosos vástagos de pelos rubios rizados al viento. Todo muy realista y alcanzable por una muchacha del extrarradio.
Al final, es cierto que haciendo balance a los 30 las cosas no me han salido tan mal: tengo un curro que me mola razonablemente, en el que me pagan más que un mierdasueldo, estoy estudiando lo que me apasiona, en breve me mudaré a la que espero que sea la primera gran ciudad de mi vida (que no la última) y de los vástagos no hay ni rastro tras un tiempo de búsqueda que ya se me empieza a hacer cuesta arriba y me acojona por momentos.
Porque estar a los 30 sin hijos no entraba en mi ecuación. Pasar esa barrera me ha trastocado. Parece que a los 30 las parejas se empiezan a dividir en dos bandos, los que sí y los que no. Y el no del parejo y mío es doloroso a veces: somos de los pocos que quieren y todavía no del grupo de amigos, aun siendo los primeros en haber iniciado una vida juntos.
Siento que se me pasa el tren, que no podré construir la familia que quiero. Al principio rabiaba y me enajenaba, ahora ya ni me inmuto cuando otro ciclo descubro que no estoy preñada. Me parece lo normal. ¿Esto es bueno o síntoma de desvarío?
Así que sí, como algún incauto vuelva a hablarme de las bondades de los 30, no respondo de mis actos, señores.
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